viernes, 18 de enero de 2013

LA VERDAD SOBRE LAS MENTIRAS




Ponencia del sábado día 12 de enero presentada por Teresa








 

Frases sobre la mentira
“La mentira más devastadora es aquella con la que un hombre se engaña a sí mismo”
“Una idea  puede ser grande sin ser necesariamente cierta”

“El secreto mejor guardado es el secreto que todos conocen y del que nadie habla”

“Quienes buscan la verdad merecen el castigo de encontrarla”

“Tiene mucho de mentira decir verdades que no se sienten”

“La historia es la mentira encuadernada”

“El castigo del embustero es no ser creído, aun cuando diga la verdad”

“Para no dañarme sueles decirme mentiras piadosas y yo para no dañarte, finjo que me las creo”
Verdades compartidas
Había una vez dos monjes que paseaban por el jardín de un monasterio taoista. De pronto, uno de ellos vio en el suelo a un caracol que se cruzaba en su camino. Su compañero estaba apunto de aplastarlo  sin darse cuenta, pero le detuvo a tiempo, y agachándose recogió al animal.
-Mira, hemos estado a punto de matar este caracol, y este animal representa una vida y, a través de ella, un destino que debe proseguir. Este caracol debe sobrevivir y continuar su ciclo. –
Y delicadamente volvió a posar el caracol sobre la hierva.
-¡Inconsciente!-exclamó furioso el otro monje.-Salvando a este estúpido caracol pones en peligro todas las lechugas que nuestro jardinero cultiva con tanto cuidado. Por salvar no sé que vida estas destruyendo el trabajo de uno de nuestros hermanos.
Los dos empezaron a discutir sobre el asunto, ante la mirada curiosa de otro monje que pasaba por allí. Como no llegaban a un acuerdo, el primer monje propuso que le fueran a contar el caso al maestro, pues era el único suficientemente sabio, para decidir cual de ellos tenía razón. Se dirigieron al maestro seguidos por el tercer monje, que se había quedado intrigado por el caso. El primer monje contó que había salvado a un caracol y que, por lo tanto, había salvado una vida sagrada que contenía miles de otras existencias pasadas o futuras. El maestro le escuchó, zarandeo la cabeza y dijo:
-Es verdad.
El segundo monje dio un salto:
-¿Cómo? ¿Salvar a un caracol devorador de lechugas es bueno? Al contrario, habría que aplastar el caracol y proteger así ese huerto que nos ofrece una rica comida cada día.
El maestro escuchó, zarandeó la cabeza y dijo:
-Es verdad.
El tercer monje, que había permanecido en silencio hasta entonces, se adelantó.
-¡Pero si sus puntos de vista son diametralmente opuestos! ¿Cómo pueden los dos estar diciendo la verdad?
El sabio le miró largamente, y finalmente respondió:
-Es verdad.
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Las mentiras son maestras en el arte del disfraz. Siempre creativas, adoptan tantas formas como nuestra imaginación les permite. Las hay pequeñas y grandes, cobardes y atrevidas. A veces inocuas, a menudo extremadamente dañinas. Todas ellas descaradas. Su mala reputación las precede. Sin embargo, son tan despreciadas como utilizadas. Lo cierto es que no existe ningún ser humano que no haya caído en la tentación de utilizar sus servicios en un momento u otro de su vida. Para muchos, son compañeras habituales. El mejor antídoto contra la cruda realidad. Pero su naturaleza tramposa resulta particularmente arriesgada. Cuando menos lo esperamos, se vuelven contra nosotros. Es entonces cuando nos enfrentamos al coste de vivir tras una máscara. Y no siempre contamos con los recursos necesarios para pagar tan abultada factura.
Las razones que nos llevan a mentir son infinitas. Pero todas se basan en un planteamiento común: evitar exponer la verdad. Utilizamos las mentiras como un escudo para proteger nuestras inseguridades y carencias. Así, mentimos por conveniencia, por vergüenza, por interés, por miedo e incluso por respeto a nuestro interlocutor. Algunas de las mentiras que decimos son respuestas automáticas. Las tenemos tan integradas que apenas nos damos cuenta. Pongamos por ejemplo una mañana cualquiera. Nos cruzamos con un conocido de camino al trabajo, y se acerca a saludarnos. “Buenos días, ¿cómo va?”, nos pregunta. Y casi sin pensarlo, respondemos: “bien, ¿y tú?”. Tal vez no nos interese compartir nuestras vicisitudes con esa persona. Posiblemente ni siquiera nos apetezca saludarla. Pero se imponen las normas de cortesía, al igual que cuando nos hacen un regalo que no nos gusta. En este tipo de situaciones, la mentira resulta útil e interviene en aras de facilitar nuestras relaciones, como una estrategia para proteger nuestra intimidad.
Lo cierto es que las utilizamos a diario, en todo tipo de interacciones. Y la mayoría no tienen mayor trascendencia. El problema surge cuando espoleados por nuestra inseguridad y el miedo a no ser aceptados tal y como somos, optamos por disfrazar la realidad a nuestro antojo. Resulta una idea tentadora. La vía más rápida para ganarnos la admiración y el respeto de las personas que nos rodean. Solemos empezar por algo pequeño, poco importante. Pero poco a poco, nos vamos enredando en el telar de las mentiras. Y en este proceso, nos olvidamos de que son como pompas de jabón. Brillantes e hipnóticas, contienen un universo de imaginación en su interior. Pero terminan reventando. Y su hechizo desaparece, al igual que la confianza que los demás han depositado en nosotros, destruyendo por completo nuestra credibilidad.
Vendedores de humo-
Somos vendedores de humo. Esa es, al menos, la conclusión que se desprende del estudio que condujo hace unos años un equipo de investigadores de la Universidad de Massachussets encabezado por el Psicólogo Robert Feldman. El estudio publicado en la revista “Basic and Applied Social Psychology”, señala que el 60% de la gente miente al menos una vez durante una conversación de diez minutos, aunque por lo general suele hacerlo hasta tres veces. Para llegar a esta conclusión se citó a un grupo de 121 parejas de estudiantes universitarios. Se les convocó bajo la premisa de que el objetivo de la investigación era examinar las respuestas y predisposición de una persona cuando conoce a alguien nuevo. Así los participantes debían mantener una conversación de diez minutos con otra persona, bajo la atenta mirada de los conductores del estudio. Al terminar se pidió a los estudiantes que revisaran las cintas de video de la conversación y que identificaran todo aquello que habían dicho y que no se ajustaba a la realidad. Ellos fueron los primeros sorprendidos al constatar la cantidad de información sesgada que habían compartido con sus compañeros.
Cada persona tiene una relación única con la mentira. La más íntima es la que conocemos como autoengaño. Solemos ponerlo en práctica a menudo por miedo al potencial conflicto y por el dolor que nos produce reconocer nuestros propios sentimientos y emociones. E invariablemente, las mentiras que contamos a los demás son un reflejo de las mentiras que nos contamos a nosotros mismos. Se trata de una inercia tan sutil como perjudicial que ponemos en marcha desde la infancia. Mentimos y nos mentimos para eludir las frustraciones que nos causa nuestra realidad. Nos engañamos a nosotros mismos y a los demás cuando no somos capaces de afrontar las verdades que nos contrarían. Y también cuando nos ciega el interés para conseguir un objetivo concreto.
A lo largo de la historia, las mentiras han causado muchas bajas. Han truncado carreras, destrozado relaciones, causado guerras. Son la causa de la mayoría de grandes escándalos. Sin embargo, vale la pena matizar los distintos tipos de mentira que utilizamos, pues no todas son iguales ni acarrean las mismas consecuencias. Según el diccionario, mentir es “decir algo que no es verdad con intención de engañar”. Pero también es “cualquier manifestación contraria a lo que uno sabe, cree o piensa”. Esta definición contiene todas las formas de mentira. Y eso incluye la omisión de información.
Por otra parte, cabe apuntar que quien engaña sin ser consciente de ello no miente, simplemente propaga su propia equivocación o visión distorsionada de la realidad. De ahí que lo que en última instancia define una mentira es la intención con la que se dice. Las más dañinas para nuestra salud emocional son aquellas que decimos para evitar responsabilizarnos de las consecuencias de nuestras decisiones, conductas y actitudes, perjudicando a los demás en la búsqueda de nuestro propio beneficio. Es lo que se denomina ‘mentiras conscientes’. Si bien resulta más fácil mentir por omisión, las consecuencias de no decir toda la verdad pueden ser equiparables a las de falsear la realidad con premeditación y alevosía.
La política de la honestidad
Cuando practicamos la honestidad no tenemos que preocuparnos de prestar atención a la
versión de la historia que estamos explicando, ya sean anécdotas jocosas o cosas importantes que nos hayan sucedido. Los exponemos tal y como permanecen grabados en nuestra memoria. Pero cuando mentimos tenemos que permanecer alerta, controlando cada palabra que sale de nuestros labios para que resulte creíble y veraz. Lo cierto es que cuanto más nos enredamos en el complejo telar de las mentiras, más difícil resulta evitar los deslices que pueden terminar por dejarnos al descubierto. Resulta casi imposible controlar las distintas versiones de la misma historia que hemos contado a cada persona manteniendo una cierta coherencia.
El punto culminante de ese malestar llega cuando nos pillan mintiendo ‘in fraganti’. En ese momento perdemos mucho más que nuestro disfraz. Perdemos la confianza que la otra persona ha depositado en nosotros, agrietando los cimientos de nuestra relación. Dependiendo de la gravedad de la mentira, esa grieta provoca que aquello que llevamos construyendo durante tanto tiempo quede reducido a escombros. Resulta una lección devastadora. No en vano, la confianza es la base sobre la que se edifican las relaciones humanas. La intensidad y profundidad de nuestra relación con otra persona tiene que ver con nuestro nivel de confianza en ella y viceversa. Es un tesoro frágil, y el principal daño colateral de toda mentira. Para verificar esta premisa, no tenemos más que recordar cómo hemos reaccionado y de qué manera nos hemos sentido cuando una persona cercana nos ha engañado.
Eso sí, cabe apuntar que en ocasiones, somos en parte responsables de las mentiras que nos cuentan. La falta de tolerancia, la rigidez y la inflexibilidad que a veces mostramos dificulta la transparencia en nuestras relaciones. De ahí la importancia de apostar por el respeto como política para favorecer la honestidad. Si aspiramos a cultivar relaciones sanas y sólidas, tenemos que aprender a encajar verdades dolorosas. Es el precio de la autenticidad.
Llegados a este punto, vale la pena recordar que la mentira hace daño a quien la escucha pero siempre hiere más a quien la pronuncia, pues eso la convierte en una persona poco íntegra, indigna de confianza y tremendamente irresponsable. Si queremos romper esta inercia, tenemos que empezar por cuestionarnos cuál es el peso que ejercen las mentiras en nuestra vida. En última instancia, nuestra relación con las mentiras –es decir, con qué frecuencia la utilizamos y qué resultados obtenemos es un buen indicador de nuestro grado de responsabilidad y madurez. Y cada vez que aparezca la tentación de bailar al son de las musas del carnaval, preguntarnos: ¿Qué ganamos cuando mentimos? Y sobretodo… ¿Qué estamos dispuestos a perder?


Proveniente en su mayor parte de un artículo de Irene Orce, del día 03.03.12

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